Tarde
atardece,
y
la nieve reciente
que
crece,
cuaja.
Gilibert
se esmera
allí
en la terraza,
matando
el tiempo,
y
a trompicones,
nervioso
en la tensa espera
de cuando ésta muera,
y aguarda.
--¡Retortijones!
—que
clama entre barro y viento—
Debí
cerrar la ventana.
De
blanco
se
hace en la mesa
un
mosaico abstracto,
prendiendo
“tos” los papeles
de
agua.
Guarda
un par de ellos
con
gran salero,
certero
cuando se prestan
velocidad
con necesidad,
y sucesivas
viceversas.
Mañana
llega la hora
y
aquí se versa
la
extraña historia
de
un microhéroe,
un
sinpoderes fuerte,
que
a su manera,
cambio
una noria
por
una montaña
de
gloria rusa y de suerte
y demás
dispares errores.
Tan
trascendente
que
el ser humano
no
volvió en vano
a
ser el mismo
tras
conocerle.
Y
mientras él,
que
ajeno a la nada entera
sigue
en sus veinte,
recoge
veloz cual gacela
y
vuelve a mirar al frente,
ligeramente
cerrada la cristalera,
si
bien nunca lo suficiente
como
para arrancarle del vientre
de
sentir la carne ardiente
al
roce con la ausencia caliente,
el
frío.
--¡Qué
tío!
—e
incluso parece
que
se sorprende—
Definitivamente
yo
soy un yonki del frío,
no
puedo negarlo
—le
confiesa a las tres paredes
con
las que duerme—
No
es fácil engañar
lo
que resulta tan evidente.
Así
tan ancho,
más
Sancho que Don,
ni
que Quijote,
quizás
más cipote
que
santo,
apaga
en un plato
lleno
de cenizas,
el
cuarto pitillo
detrás
de otros quince.
Él,
que
siempre ha sabido
tan
pillo sumando
con
cuentas la vieja
restarle
maleza
a
lo que esté pasando,
se
arroja al olvido
cruel
de
cuidarse
de
no recordar
que
su padre enfermase
de
cáncer mortal
de
pulmón
por
fumar
mogollón.