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jueves, 17 de noviembre de 2011

Mi vida el último año. Capítulo sexto.


     El gordo dormía apaciblemente entre sus sonoros ronquidos cuando una llamada de teléfono lo despertó. Lo dejó sonar unos segundos con la esperanza de que se cansaran de buscarlo, con la estúpida esperanza de que todo lo ocurrido fuera sólo un sueño. La noche anterior, cuando se acostó, aún despistado por la historia que Natalia le había contado, hizo reflexión de lo sucedido. Fuera como fuera, a partir de aquella noche, las cosas iban a cambiar. Y mucho.

     El zumbido del teléfono, insistente y despiadado, le taladraba los oídos. Decidió cogerlo. Qué remedio, pensó, tarde o temprano iban a dar con él y mejor que fuera en aquel momento, en aquel instante en que ni el mundo ni él habían despertado todavía, y el sonido de una muerte, seguramente la suya y anunciada, pudiera ser más sordo que su propio silencio.

     Se conocía cada palmo de la habitación, así que, sin molestarse en abrir los ojos, decidió incorporarse de la cama para acabar con el estúpido aparato chirriante. Hacía ya mucho tiempo, que Joaquín había concluido que, para su mejor descanso, debería situar el teléfono al lado de la cama, pero como tantas otras conclusiones de “el gordo”, ésta, también pertenecía a las inconclusas.

     Realmente detestaba lo que estaba haciendo en ese preciso instante. Igualable al placer de degustar el último cigarro de la jornada era el hecho de retozar durante tiempo indefinido nada más despertarse, ya olvidado el alba de primera hora a la mañana. Tener que cruzar toda la estancia para enfrentarse a la muerte no era una de sus apetencias diarias, y últimamente se estaba convirtiendo en ley de vida.

     Así, puesto que no es lo mismo levantarse que echar a andar, una vez que hubo reunido fuerza suficiente como para iniciar el camino y, más o menos a mitad de trayecto, de una patada tumbó algún objeto que por olvido habría dejado la noche anterior en medio. El golpe no fue severo, pero sirvió para retardar aún más la llegada a su destino, que con desespero se empeñaba en reclamarle.

--¿Sí? –su voz sonó áspera y gutural, producto del alcohol y el tabaco barato.

--Tu vida está en peligro... –la duda asaltó a “el gordo” cuando escuchó una voz femenina, dulce y segura.

--¿Perdone? –de pronto recobró toda conciencia de la realidad. El timbre de aquella mujer era tan deseable, que le sirvió como verdadero despertador.

--Coge el maletín y obedéceme –no era mayor el tono de orden que el de temor.

--Pero, ¿qué maletín? – acertó a decir con una sensación mezclada de confusión y somnolencia.

--Hazme caso. Dáselo a Ab El Nar-anj. Él te esperará a las 5.00 de la tarde en el zoco. Habrá mucha gente, nadie reparará en vuestra presencia, pasaréis desapercibidos. No te preocupes.

--Pero... ¿qué ocurre?

     El pitido continuo del aparato le revelaba que la conversación había terminado. “¿Qué ocurre?”, se seguía repitiendo. Colgó el teléfono y permaneció inmóvil ahí, en medio de sus dudas, durante un espacio de tiempo suficiente como para adaptar su vista a la oscuridad. Pronto comenzó a divisar en medio del estudio el obstáculo con el que anteriormente había colisionado. Se acercó despacio. Todo su cuerpo estaba en tensión. Sólo lograba adivinar que era un bulto más negro que la oscuridad en la que estaba sumergido, pero sus formas todavía eran difusas. Estaba seguro de que el objeto en cuestión no era suyo. “¿Por qué? Nada tiene sentido”. Sólo necesitaba que alguien le explicase por qué en tan pocas horas las sorpresas se sucedían una tras otra sin descanso, y con mucha menos lógica. La llamada sólo había acrecentado su estado de angustia. Si por lo menos lograra dotar de identidad a la voz alarmante... ¡¡¡¡El maletín!!!! Estaba comenzando a convencerse de que los lapsus mentales ya formaban parte de su cotidianeidad. Pero la razón le indicaba que alguien lo había puesto allí, así como le obligaba a mantenerlo cerrado y desconocer su contenido. Prefería vivir en la duda que sufrir las consecuencias de una desmesurada curiosidad. Al fin y al cabo nada le infundía seguridad.

     ¿Debía seguir las indicaciones que en la llamada se le habían impuesto? Algo le decía que debía obedecerlas. Un presentimiento de destrucción le invadió, pero el abismo estaba tan cercano que fue incapaz de recapacitar conscientemente la situación. En el interior de su mente, probablemente incitado por la experiencia, crecía cada vez con mayor intensidad la idea de actuar consecuentemente: si la advertencia telefónica era real, nada tenía que perder, al contrario; si se trataba de una trampa, de todas formas todo estaba acabando ya, su propia existencia tocaba a su fin de un modo u otro.

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