Decías la luna, entre las dos de la tarde y el resto del día, mientras se acurrucaba
en un tintero el tiempo negro, espeso como aquel perfume barato que solías
regalarme por mi feliz no cumpleaños siempre. Sin embargo nunca volvíamos a ser
selenitas más que entre vaivenes de la sangre que me recorría el amor con tu yo
a mi lado. Te hablo de sexo, neno, cuando por fin te desarraigabas de todo
pensamiento, te deshacías de tanto hombre, lobo domesticado y simple, y te
dormías una vez me hubieras susurrado en verso que me amabas.
Después me embarazaste, nos
cabalgaron gigantes de piedra pronto y las viejas sierpes que en los yacían se hicieron
fuertes de boca en boca derramando fuego por donde fuese. La voz que siguió al
silencio de la dulce nena impío a todos los estamentos a sacrificar nuestros
destinos en santo sacramento, padre que confabula con padre porque así se ha
dicho, y nos fuimos llenando de a poco por momentos descontrolados como un
huevo frito en aceite muy caliente.
Una bebita de olor a cielo, de
color rosa y piernas jugosas, Gloria de pena máxima, Roncero de apellido, no
acaba de aprender a andar cuando su hermano pequeño gatea por el salón de casa.
Y yo prendida de amor de madre, fruto del vientre que me ha parido, pues nací
para dar nacidos, me regocijaba por haber sido, me encontraba virtuosa como un
pez mecánico que nada en un agua de ficciones. Entonces reaparecías y me
decías, de orgasmo a orgasmo, eclipse, que me querías, libre de todo ajeno,
lejos de circunstancia, como si emplear todo nuestro deseo, todo nuestro esfuerzo, toda nuestra
inteligencia, para llenarnos de una necesidad animal en lugar de otra, fuese un
absurdo, cuando no, incluso, un crimen, porque sería reproducirnos sin innovar en
nada.
No te entendía, y tú me llevabas de la mano de esta
sinestesia mía, mi bestia parda, que sé te sentías coloreado y por eso siempre
te me vestías de grises. Pero es que antes de ser ya me habían pateado el culo otros
gigantes, neno, y más me fue siendo; la vida plena me poseía, pero tú me
asesinaste. No era la mía, bien lo sabías, por eso te desapareciste a la tarde
en que bajaste a que te diera el frío, siempre tan dado a percibir
contrariedades, mientras dejabas caer esa palabrería anarquista con que me
despistabas, acerca del amor y de las sombras, de querernos fuera del doble
juego de los discursos de Platón, libres de filias y espejos en los que
mirarnos.
Los niños jugaban con el puzle que les habías
traído en la mañana en el rellano, qué te gustabas de celebrar trivialidades en
días alternos, entusiasmados por cumplir sesenta mil horas de vida o porque
fuera navidad por todo el año, porque Papá Noel no existe, que son los padres
que se lo inventaron, decías, y tus hijos no tenían ni mito ni costumbre más
que el mismo momento. A la lumbre del calor de la familia y la oxitocina me
besaste en la frente, como quien me da una palmadita por la espalda cuando le digo
que no existes, con una fe infinita en que el dolor que encausabas no fuera vano,
y te fuiste. Atrás quedamos tres varios y una pena que ahora parece un chiste:
el anarquista que dibujó a su mujer de triste por enamorado.
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