Jesús, de la noche conocido, pasea el mes de Abril camino a casa. La gente bulle, alborotada, y habla, a veces a gritos, a veces de nada, mientras la farola de la esquina tiembla de vieja y pestañea. Una sombra intermitente le entretiene, como si fuera un niño, cosa que siempre ha sido. De claroscuro en claroscuro se divierte cuando una canción silbada por encima del vaivén de voces le hace levantar la vista. Paula, quizá fuese su nombre.
De buena memoria y convencido, sabedor de que el amigo de un amigo la frecuenta, Jesús se inventa que hace eses y sesea entre los coches. Sólo quiere conocerla como casi nadie la conoce, allí donde suele estar sola y pocas veces se comparte. Allí, las cinco de la mañana, calle Pintor Velázquez del nuevo día, Paula, que en efecto es llamada, no puede evitar seguir sus pasos con la mirada.
Ella, que tararea al viento una canción que sólo existe en ese instante y que probablemente nunca vuelva a ser silbada, a punto de vencerse por la curiosidad y por ser buena gente.
Él, que se disfraza de perdido alcoholizado vuelve una vez más y se acostumbra, como siempre, a manejar los tiempos y a marcar los pasos.
--¡¡Hola!! ¿Así que me habrías ayudado? -y se sonríe- Pero yo no voy borracho; al menos no tanto.
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