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jueves, 9 de diciembre de 2010

Los viajes de Gilibert. Capítulo 5. El asesinato difuso

Tuvimos que desencontrarnos tantas veces que corríamos el riesgo de olvidarnos. Se te veía dormida caminar por las aceras, perdida por la rapidez con que todo pasa. Así, de pronto, eran los años los que te traían vencida y entre nosotros se nos perdían recuerdos compartidos, como en tu casa, con aquellos pensamientos que volabas para imaginarlos de colores y fractales, mientras yo te veía relucir resplandeciente. Durante mucho tiempo fuiste para mí el contraste, mi viceversa. Pero a ti nunca te gustaba imaginarte jodida y a la vez radiante, tú nunca admitirás tu parte triste. Porque te sentías como la luz del alba, incandescentemente preparada para un gran día, y disfrutabas del momento, como si ser consciente del verbo ser no fuese suficiente castigo.

Volvían nuestros caminos a seguirse los pasos, empeñados en recuperarnos el uno al otro, como esa fuerza invisible que hace que dos personas acompasen el andar sin darse cuenta. Y tú te me venías, tan enojada que te enrojecías, dispuesta siempre a luchar por una causa noble, y me repetías que no considerabas oportuno a Maquiavelo entre tus amigos. Se nos pasaba la vida entre bambalinas, llegando apenas a rozarnos con el tiempo de vez en cuando, mientras ignorábamos la intrascendencia de una existencia tan efímera, desaprovechando una tras otra las oportunidades que nos brindaba la casualidad tardía. O quizá fuese esa fuerza vital y extraña que nos destinaba a desaparecernos el uno al otro, a necesitarnos en la lejanía para llenarnos de placer y de dolor sin darnos muerte.

 
Te me enfadabas siempre a poco de los primeros contactos, tirando por instinto hacia esa niña traviesa y resabiada, borde, que yace en ti desde tu infancia. Mientras a mí me daba por enamorarme más de tu dulzura y tu latencia, porque siempre me gustó tu yo dormido que despierta, pero me preocupaba más de lo que te necesitaba que de amarte. Y me asustaba como pocas veces, y tenía que retroceder en mi estrategia de buscarte siempre que no estaba contigo. Nunca pude contener las ansias de besarte cuando tocabas a mi yo sensible, en parte porque se te veía preciosa con tal descaro y energía, tanta elegancia y tan segura que me calentabas el amor y la palabra, aunque mi oratoria en esos casos siempre se te rendía, dejándome en la evidencia de no tener más remedio para callarte que acercarme a tu boca.

Perdidos los papeles, casi siempre por mi parte, cerraba los ojos y me preparaba para que me respondieses, como norma, haciéndome la estatua. Me desaparecías entonces, y tardaba en volver a verte, o volvíamos a sentir sinergias en el estómago de querernos tanto, muriendo y resucitando nuevamente. Uno sabe, pero a veces prefiere olvidarse de que sabe. Por eso me volvía loco de tus besos y tocarte me descolocaba cuerpo y mente. Tu pecho entre mis manos tantas primeras veces me hacía recordar que tenía la secreta esperanza de despertarnos cada mañana después de habernos tenido por costumbre y por amor, de no querer dormir si no es junto a tu piel desnuda nunca. Así es que antes o después me sobrevenía el insomnio, porque el final volvía a ser el mismo que todos los finales nuestros; nos encargábamos de hacernos presos de las circunstancias, empeñándonos en conservar ese impulso vital tan nuestro que nos empujaba a la deriva, a la que nosotros agitábamos al viento para que la tormenta pasara cuanto antes.

Pero nosotros no éramos la lluvia, sino la propia luz, la primavera entera de una peli de dibujos animados. Siempre le has dado color a mi vida, incluso cuando no estabas coloreada. Te he visto de pasada en blanco y negro, adicta a la monotonía de ultimamente, inesperadamente necesitada de la normalidad para convivir con la lucidez. Podríamos haber sido si no fuese porque te advertía de la antitesis que hiere al ser consciente, tanto que incluso me diste por vencido, tan convencida entonces de que me amabas por mi melancolía más que por mi amor propio. Estabas tan lejos de perderte en la ceguera de este pesimismo nuestro que te sorprendía los sentidos verme tan racional y frío, a la que también tan susceptible a tu descaro, tu picardía y tu extraordinario don para hacer que juegue todo el mundo. Andábamos en un mar dados la vuelta, descolocados de tan cerca que nos sentíamos, tanta connivencia para nuestro fuego interno, cuando de pronto se nos rompió el equilibrio.Y nuestras inquietudes se perdieron la pista.
No sé que ha sido de tu esencia, pero empiezo a sospechar que el asesino difuso te planea. Pensaba por aquel entonces que tu Venus no le hacía honor a la vespertina tarde, que tu lucidez era, aunque tú no lo sabías, tan diferente de lo que por aquí existía que merecía  la pena confiarte una despedida. Y me marché, para que verte fuese sólo el horizonte, a veces tan cerca que podía sentir tu impulso desde tan adentro que me mareaba, aunque en general tan lejos que sólo sentía frío al recordarte. Ahora me duele el corazón de respirar el aire que respiras. Ya ves, en esto que se va la bella alegría animal con el pasar del tiempo y nos desfiguramos al inventarnos otras luces diferentes, nos apagamos sin llegar a aprender que lo único que se podrá parecer remotamente a la alegría será el placer de ser consciente de la propia lucidez. El silencio de la incomprensión.

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