Por fin clarea cuando despierta, pasadas doce horas de tormenta de la que apenas sabe nada, porque esas noches se da cuenta de que se cabrea sin darse cuenta. Más le vale seguir volando sin sentir esa ilusión que le traiciona y le enamora, dios y diablo al mismo tiempo, si quiere aprovechar el día a día que le contempla.
Así es Jesús, en la agonía de una mañana con resaca y triste, gris encapotado después de haberse visto dos atardeceres con tan maravillosa compañía. Se fuma otro cigarro en la ventana mientras quema su garganta a sorbitos de agua azucarada negra, cafeína para el cuerpo. Afuera sopla el viento y no calienta nada el solecito que escasea, por lo que no aparece nadie que pasea por la calle, más bien todo está parado, como casi ausente.
Pasado un rato en el que fantasea con cómo era todo antes, lejos de la humanidad y vacío de lo que le es ajeno al campo, decide aprovechar esos momentos para escribirse un cuento. La ciudad que apenas duerme, que comienza, y siente que por fin ha elegido un buen título para dejarse llevar por todo lo que lleva dentro. Apenas piensa lo que escribe para hacer poesía, cuatro renglones para ser exactos, cuando descubre que a lo lejos su móvil canta y que le insiste para traerle de vuelta al mundo. Domingo abril de primavera, que se permite el lujo de terminar tanta palabra que le sale de la mente y se levanta, cansado y dolorido, como últimamente, triste.
Descubre a Paula en la llamada y se plantea por un instante dárselas de desaparecido, pero veloz ataja tanta tontería y le contesta.
-Hola Jesús. ¿Qué haces esta tarde?
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