--Para Roma cántico al alba de Santiago.
Así, sin más, para que todo se me quedara ajeno
y fruto de una febril circunstancia
que se me disipaba al solo de escucharte.
--Quizás casi quisiera una pizca de quietud en este caso, querida.
Yo apenas podía marcarte las distancias
gracias a los trabalenguas que tan mal tragabas,
los de las entonalas que se te repetían muy dentro
de la musicalidad del pensamiento,
para poder dormirte a besos
en forma de palabras necias biensonantes.
Al menos en lo que a ti se refería,
pura energía sinérgicamente fónica.
Concatenados a dos bandas,
tú ego y el mío,
pudiera ser muriesen en la espiral eterna de vos y yo tan conectados,
marcados por la paz y al mismo tiempo la agonía.
Porque tú también te defendías,
entonces,
y para dar la cara ahora
siempre te remitías a tus más puros encantos,
llena de vida e instinto,
mientras confabulabas con mi buen nombre
y mi más quinta esencia.
--Eres un Ramóntico, cariño.
Y todavía hoy me estupefactas,
me llenas el alma a cachos de evidente dulce
desarmonía.
Te hiero empero y sin embargo anhelo tu conducta,
ya no con la mía, sino con la nuestra,
dolorido al exacto de lo que a ti misma te acontece,
sin más norte al que agarrarme que el que a ti te avía,
de mi ser siendo contigo
o de lo que de mi fuera sin tan afortunado encuentro.
De las casualidades que purulen por los gúgoles de estos multiversos
sin ser sin duda la más grande es innegable que ésta es la mía.
Querría decir, la nuestra.
--Laurise, ¿quieres casarte conmigo?
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