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sábado, 27 de noviembre de 2010

Los viajes de Gilibert. Capítulo 4. Las horas de los alados árboles

Hace tanto frío ahí fuera como para que uno enloquezca aquí dentro. Las gafas que se empañan para disfrazarte la mirada, un mal contraste de temperaturas, que lo tiene cualquiera. Piensas, alborotado al refugiarte en tu morada, libre de las ataduras de tanta sociedad tan de repente. Siempre te han dado miedo los nuevos lugares. Así que distraido observas como Luis tiene cada día más aire a drogadicto, razón sin duda por la cual le atienden tarde, más hueso entre las carnes que pellejo. Y más cansado, casi sin fuerza, viene temblando con dos cafés a mano. Las ramas frías y desoladas de este día de cierto invierno en la ventana. Perfecta la ironía.

Las tazas ya no tintinean. Las gafas están limpias y parece que has recuperado la sensibilidad en las orejas, aunque resulta inevitable sentir como la mucosidad de tu nariz, presa de la física más básica, se empeña en hacer acto de presencia. Pero Don Luis, que es un señor y como tal debe ser tratado, no es de los que prestan atención a estupideces y con estrépita elegancia hace oídos sordos a la situación sonándose los mocos. Y mientras tú sorbitas, poco dado a tales muestras de intimidad en público, luchando contra la evidencia, una vez más, de lo más sencillo. Deberías creerte más lo de la navaja de Ockham y dar por buena la costumbre de "el que tiene mocos se los suena".

-- ¡Estoy hasta las narices de la gravedad! --le sueltas-- No tiene más fuerza que yo, pero es de un constante. ¡Qué pesada, tío! ¿Nunca te sientes aplastado cuando te acuestas?
-- ¿Qué pasa, que se te caen los mocos? --se sonríe.

Vuelve la amistad a recordarte que cuando pasas tanto tiempo con alguien corres la probabilidad de que te conozca. Ventajas y desventajas del ser social, que te gustaría escribir algún día. Felizmente acostumbrado a ejercer de observador, que no observado, asumes la contrariedad que te supone formar parte de un diálogo y charlas, al principio perdido en la función fática de quienes llevan mucho tiempo sin contacto, poco después metido de lleno en una conversación que ya esperabas.

Habláis de la gravedad, cómo no, hasta que os perdéis en la teoría de cuerdas. Lejanía para el alcance de un saber tan limitado. Así que asumes la dirección y el argumento se traslada a lo de asociarse. Él no lo sabe, porque su lucidez no suele andar por estos lares, pero tiene un potencial inmenso. Aaaasertividad, amiga, que utopía, piensas, pero concluyes que contarle acerca de la lucidez tiene sus ventajas. Por eso Luis, amigo de los de los dedos de una mano, es coaccionado al calor de una cafetería de domingo, preso de su propio ego.

-- ¿Sabes que eres un lúcido? --le preguntas mientras la última hoja del arbol de la esquina se desprende y pestañea al compás del viento.

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