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miércoles, 29 de junio de 2011

Sal y sangre

Marcel miraba una mañana
envuelto por la luz del medio día, 
tarde, 
dejándose llevar por el vaivén
del humo de los cigarrillos 
que se consumían 
desde que despertase
hasta que a mí me devolviese
el alma el buen Morfeo, 
tarareando probablemente
el compás del tabaco
que se deshacía.

Y mientras yo
me revolvía
buscando la oscuridad
y el viento cargado
de la sal del mar
y el sol de agosto,
empeñada en restarle 
horas al día
porque era ese el momento
en el que yo misma me ondulaba
con las mismas olas
que rompían
en el cabo de San Vicente.

Su voz se hizo a mi calma
y me arrojó con los piratas
que me buscaban por ende
los sueños de aquella noche extraña.

Las sábanas blancas y frías
se hicieron a la mar con tal bravura
que pronto el barco se vio náufrago de guía,
pues el timonel del gran navío
se había despeñado por la borda
al poco de iniciarse la tormenta,
tremenda melopea mediante,
y el resto de la tripulación
se moría de piedra a la espera
de que Perseo en persona me decapitase.

Yo apenas pude entreabrir los ojos
en el momento de mi propia muerte. 

Marcel fantaseaba lleno de azul
del infinito del Atlántico,
oteando lo más seguro el horizonte
en busca de un pesquero fiero
que se atreviese a domar
aquellas aguas tan bravas,
sangre de marinero
encerrada por la tierra adentro
buscando inspiración
para la fantasía
que le arde a todo animal
naval con ancla.

Cuando nos conocimos,
él era un niño delgado
con la piel morena de salitre
que reflejaba la radiación heliana
con sus diminutos cristalitos,
algunos a un cuarto de crecer,
otros recién crecidos,
curtido por la arena
de una remota playa
a la que nunca quiso ponerle nombre,
quizá porque no lo necesitara,
porque era suya más que de nadie,
porque su tamaño resultase
apenas insignificante
si se comparaba
con el metro y medio que medía. 


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