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sábado, 2 de julio de 2011

Mi vida el último año. Capítulo primero.

Aquella, como tantas otras noches, volvió a acostarse tarde. Después de todo, el humo y el ruido de la tarde se habían desvanecido, y el día, por fin, comenzaba a cobrar sentido. La jornada había sido larga, larga y lenta como el fin de un cigarrillo, y tan absurda y tan gris y tan oscura que se antojaba a gabardina, al pasear de Al Capone por Chicago, a lluvia, y con el gris envenenado avanzando como el humo, como el fin largo y lento de su cigarrillo.

Se había levantado tarde; como siempre. La nocturnidad le aportaba insomnio, trabajo acumulado y sexo,  las ideas más frescas o el aburrimiento más intenso,  pero nunca le aportaba sueño. Sin embargo el día venía acompañado siempre del despertar tardío de sus neuronas, del más cruel de los somníferos, de, por fin, la noche. Así fue como conoció a Natalia, soñando despierto durante una noche de verano.

Entre tanto trabajo acumulado, los papeles se hacían cada vez con más espacio en el despacho, ya de por sí pequeño para convivir una persona, los casos no resueltos rezumaban aire de olvidado, aunque quizá no tanto como los casos ya zanjados, y el calor se hacía cada vez más insoportable. El sol, en alguna parte detrás de las persianas, brillaba con fuerza. El mundo había despertado mucho antes, y se dejaba descubrir tímidamente en el despacho por algunos cláxones provenientes de la calle. Por un momento Joaquín dejó de observar el polvo que huía y se cruzaba entre la escasa luz de la oficina, intrusa a través de las persianas, y despertó de su letargo. El teléfono sonaba insistentemente en el otro extremo de la habitación. Se levantó a cogerlo, con su andar despistado y patizumbo, casi esperando que cualquier ráfaga de aire le hiciera perder el equilibrio, y contestó malhumorado.

--¿Diga?
--Gordo, soy Marian. Hoy tendrás que apañartelas tú solo—explicó tajante—no voy a ir a trabajar
--Mmm
--¿Gordo? ¡Gordo! ¿Estás ahí?
--Eh... sí, sólo estaba pensando...
--¿Y bien?
--Vale, pero tendrás que recompensármelo; ¿te pondrás las dos coletas para mí?

Pero Marian ya había colgado. Era su secretaria y aquel día, de nuevo, no iba a ir a la oficina. De todas formas casi no la necesitaba. Ser detective en Toledo era como ser maestro en una ciudad sin niños. Por eso se agradecía cualquier trabajo que se saliera un poco de lo normal.
Se acercaba el mediodía y el margen de Joaquín se acortaba más rápido de lo previsto. Miró su viejo reloj, sacó el último cigarro del malogrado paquete de Kruger, el del deseo, y se dispuso a disfrutarlo. Quizás fuera porque algunos tabacos, como el buen vino, mejoran con el tiempo, o quizás porque sabía que el último cigarro de la cajetilla, con el que ridículamente pretendía hacer cumplir sus deseos, se consumiría sin más, adquiriendo el doble valor de lo deseable y lo imposible. Quizá fuera por todo eso por lo que Joaquín siempre disfrutaba con el último cigarro de la noche, con la última atmósfera cargada de humo y de nostalgia o con el último beso de una mujer amada. La llama del zipo quemó el extremo del cigarro, que pareció suspirar al encenderse, y “El Gordo” se mojó los labios de papel quemado, de hierba, de alquitrán y nicotina, y del tabaco más barato que vendían en los estancos.

Hacía mucho tiempo que no sucedía nada interesante por allí. Al menos, pensó, tenía la certeza de que esa tarde iba a ocurrir algo. Lo que Joaquín no podía imaginar es hasta que punto iba a ser importante.
Esa tarde había quedado con uno de los mafiosos de la ciudad. Pero no con un mafioso cualquiera, de poca monta. Paco “el flaco” llevaba mucho tiempo detrás de él. Algunos años atrás, cuando todavía andaba buscando hacerse un nombre en el negocio, uno de los trabajos que le habían encargado le condujo directamente a él. Y ahora parecía que el destino pretendía que se encontrasen. Sin saber por qué, cada caso que Joaquín terminaba daba al traste de alguna forma con sus negocios. Hacía algunas semanas, un secuaz de Paco “el flaco” llamado Manuel, al que todos llamaban “calvo”, aunque nadie sabía por qué, había ido a la oficina a encargarle un trabajo. Al principio había pensado no aceptarlo, pero la oferta que hizo “el calvo”, tan sustanciosa como traumática, le hizo recapacitar. Además el caso no revestía, en principio, mayor dificultad que la de seguir a una pareja de maderos y hacerles fotos aceptando sobornos. El plan era sencillo, “el flaco” pagaba, a través de sus secuaces, sobornos a los picoletos mientras “el gordo”, sin posibilidad de elección, tomaba fotos de la infracción que posteriormente serían utilizadas para hacerles chantaje y lograr un poco más de margen en sus operaciones. Joaquín tomó las fotos en el lugar y fecha indicados, pocos días después de la desafortunada visita (su secretaria Marian tampoco había ido a trabajar ese día y esa era una de las principales cláusulas de escape de un detective) de “el calvo”, que le dejó el ojo morado durante varios días. Pese a que resultaba ser una práctica común entre los mafiosos de la ciudad, algo no le olía bien a “el gordo”. Por eso se temía lo peor, aunque quizá resultase una experiencia interesante.
  
       Respiró la última calada del cigarro y lo apagó con fuerza contra el vientre del cenicero. Cuando las cosas no funcionan no merece la pena seguir intentándolo. De repente la luz que se colaba entre las rendijas de las persianas se desvaneció, dejando la habitación a oscuras, y el viento golpeó con fuerza desde fuera. Parecía que se avecinaba una tormenta. Se levantó, cogió su gabardina y su sombrero de Rick Blair y se giró hacia la puerta cuando distinguió una figura tras el cristal. La reconoció al instante. La sombra de su inmenso sombrero marcaba el inicio de su silueta, mientras su vestido, probablemente negro, ceñía cada una de sus curvas. Llamó a la puerta, sólo una vez, como siempre. No se había dado cuenta, pero ese día hacía justo un año de la primera vez que había entrado en su despacho, acompañada por una banda de tambores bailando al contonear de sus caderas. Fue durante una tormenta de verano, como ésta, durante una tarde de verano, como ésta, soñando despierto, una tarde de verano como ésta.

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