--¡No más, por Díos! Ya no puedo resistirlo. Déjenme salir de aquí, por favor. ¡Dioooos! ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien me escucha? ¡Por favor! ¡Por favor!...
Y la lluvia que insistía en depurarle el cuerpo y arrasarle el alma, puntual a su cita de cada día, mediadas las que dio en llamar ocho de la tarde, aparecía para chorrearle un aseo indigno que al principio había rechazado. Empezó a sentirse un animal enjaulado poco después de perder la cuenta de los días. Por aquel entonces su prisión ya no era sólo de cemento frío, sino una prisión ausente de contacto humano, un agujero oscuro de calor que le marcaba el mediodía y cuatro paredes decoradas de vacío. Y la lluvia, tan bienvenida entonces, parecía no tener donde esconderse pasado un rato, y amenazaba lentamente con ahogarle.
“Principio y fin de la agonía”, pensaba algunas veces.
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