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sábado, 9 de julio de 2011

Mi vida el último año. Capítulo tercero.

Joaquín volvió a abrir la puerta del recuerdo, tan cansado de nostalgia, y a la vez tan fuerte, tan fuerte como aquel resurgimiento que esperaba, y agarró el pomo con firmeza, con toda la firmeza que encontró en su cansado cuerpo, dejando a la puerta, chirriante, despegarse. Tras ella, Natalia, tan hermosa como siempre, tan sensual en su mirada como deseable en sus andares. La había conocido hacía exactamente un año y había aparecido, como siempre, en ese instante, de improviso, inesperada. La primera vez que vino, lo hizo para encargarle un caso extraño, uno de esos casos que por su sentido parecía no tenerlo, ni pies ni cabeza, pero encargo al fin y al cabo. La primera vez que vino parecía tan fuerte que daba miedo intimidarla jugando al detective rudo y descarado y, sin embargo, quizá para tomarle el pulso, quizá para no perder el de uno mismo, la trató de forma despiadada, ruda e insolente. Pero entonces su mirada parecía no tener encuentro, o sentimiento, y parecía tan segura al andar que enamoraba a cada paso, y sin embargo, aquella tarde, insegura, sincera y débil, rezagada en su mirada tierna, inofensiva, cada vez más lo enamoraba.

--Necesito tu ayuda. Ha ocurrido algo y no sé qué hacer, no sé a quién recurrir.

Sus palabras se escapaban del mundo de lo mundano y del terreno al que “el gordo” estaba acostumbrado. La invitó a pasar a la oficina, sin percibir la brisa perfumada que inundó la habitación y que impregnaba, de nuevo, cada mueble con su olor, cada partícula de aire con una esfera de misterio y cada rincón con su recuerdo. Se olvidó de todo, por completo. Tuvieron que pasar varias horas hasta que Joaquín regresó a su mundo, cerca ya del anochecer, porque hasta entonces, había estado demasiado absortó con la explicación que Natalia le había dado. Pero cuando regresó ya era demasiado tarde. Paco “el flaco” le habría estado esperando, ansioso por ajustar cuentas de una vez por todas, comiendo con sus compinches en un conocido bar de Toledo mientras reían y bromeaban acerca de cómo iban a enterrarlo, hasta que bien entrada la tarde comprendiera que Joaquín no iba a aparecer aquel día, y que probablemente no lo haría ya ninguno, “reafirmando” así su sentencia, involuntaria, de muerte.

Más tarde, seguro en un café cercano al lugar donde pretendían asesinarlo, Joaquín se enteraría de que “el flaco” había encolerizado y de que mucha gente por Toledo andaba buscándolo. La cosa se estaba poniendo difícil... pero hacía falta remover mucha tierra para enterrar a “el gordo”.

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