La habitación oscura, sin sentimiento, fría y sin sentido. Tenía miedo, tanto miedo que ni siquiera el frío podía arrebatarle la cordura. Tan sólo el miedo, solitario, tanto como él encerrado en las tinieblas de su convento, y de su encierro, involuntario. Para sí hacía demasiado tiempo desde que había anochecido, demasiado desde que las últimas palabras, tan cargadas de humanidad y muchedumbre, le taladraron los oídos gritando de la noche y del olvido. Apenas sí sabía contar las horas, marcadas por las lejanas campanadas de una iglesia, y desde entonces, desde que el mundo se había hecho tan distante a sus sentidos, apenas sí era consciente de su vida. Permanecía en el olvido que le habían prometido, sin sentido ni sentimiento, agonizando por comprender lo que estaba sucediendo.
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