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sábado, 14 de enero de 2012

Los viajes de Gilibert. Capítulo 8. Santo día.

Gris mañana de domingo, frío. A las siete cantó el galló y calló el ser en sueños. Gilibert, por fin nos aparece, acurrucado en una cama a duermevela, con la radio por bandera y la luz de un sol suave que ilumina pero no calienta en la ventana, haciéndose con el reino de la noche mientras el pueblo se despierta con olor a chimenea y a invierno viejo.

“Si estamos en santo día, ¿qué dirá dios de todo esto? Ay de aquéllos que osen insatisfacer los deseos del que bien podría ser tan vengativo, que los sortilegios del averno le serán bien bienvenidos por la vida eterna. Yo por si acaso espero no trabajar este domingo y por lo más alto juro que no vuelvo a comer carne un viernes trece. ¿O no era así? ¡Qué importa! Andarás, con dios o con un sarpullido, pero habrás de levantarte. Así que andate y mueve el culo. Café… Tabaco… Vale.”

La habitación desordenada y envuelta de papel gastado, calideografía exudada por los poros de su tiempo libre y su ligera tendencia esquizo, siempre al acecho de ese posible que le ayude a cumplir su sino, si no acude también a darle muerte por cansancio. Él ya no recuerda, quizá nunca le prestó atención a aquello, quizá ese fragmento de su historia ya se fue por peteneras, pero una vez estuvo vivo. No en el sentido literal de la palabra, claro; más bien bien lleno de vida. No como ahora, delgado y viejo y arrugado, calvo incipiente y sobre todo, anclado a una ilusión irrealizable. Llegado entonces el momento, el acecho que se cierne sobre un breve viaje sin retorno, Gilibert con saña hacer girar la manivela del molinillo de café mientras el frío se cuela por entre las rendijas de los ventanales de cuando otra monarquía reinaba, quizá otra causa nos moviese, en fin, ya de otro siglo. Gira que te gira y rueda.

“Arreglar o no arreglar, he ahí la cuestión. Pero es que al fin y al cabo uno se acostumbra a despertarse al abrigo del frío y de una ostia mañanera que me atormenta y me abofetea en la cara cuando abro la puerta del salón nuestro de cada día. Si somos animales no debemos olvidarlo; es más si somos algo no es por el hastío de la constante térmica que nos calefacta, sino por venir siendo, que es gerundio, ante los cambios. Cuando uno es, el espíritu de Heidi nos ronda, nos enferma de ciudad y de equilibrio; pero cuando uno está es que se es sensible a los encantos de la variedad de ambientes. O al menos eso creo. Dejémoslo en que te apetece saludar al día con los pezones como escarpias. Yo también me apunto. ¿Quién ha dicho eso?”

Sin llegar a ser un sibarita, si valdría decir que Gilibert se esconde detrás de los pequeños detalles del continuo espacio tiempo. En otras palabras, su desayuno consiste, un domingo que no es cualquiera como éste, en 23 minutos perfectamente organizados donde se disfruta de tres aspectos, a saber, el proceso de elaboración, el de consumo y el de desgaste. ¿Y así durante cada día de su historia? Pues sí, desde que tiene conciencia. Otros dirían de él que es un snob, que ya valdría quedarse con los múltiplos de cinco, que los números primos no son de la familia de nuestro tiempo. Y si bien es cierto que cuando era un crío allá en los 70 se construyó un reloj de indivisibles para llevar la contraria a sus contactos, a día de hoy más bien parece que sólo es cuestión de praxis. 20 no le llegan para relajarse a la hora de la cafeína al leve roce de la nicotina en la garganta; 25 sin embargo tiene mala rima. Sentado en la mecedora que probablemente a más personas haya mecido en el mundo, tal y como le describía su padre, un ebanista metido a restaurador de muebles de principios de fin de siglo, pretérito pasado, sin duda un adelantado a su época, un iluso, Gilibert, Gili para los amigos, contempla como el Rabal despierta, Barcelona en vena un 20 de noviembre de aniversario y elecciones anticipadas y piensa.

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