Lolo pensaba que su yo y Yolanda estaban confabulados, que su intrépido pasado que había escrito sobre su carne desde las puñaladas traperas de la infancia hasta la tez dura y oscura que encurte pecho y espalda las noches más frías y las horas de sol más largas, aquella vez valía para enamorarla. Lo que Lolo no sospechaba es que su amor era un hijo del miedo, de la dominación más amarga. Yolanda fue la raptada aquella tarde de agosto, el otro reptante la esperaba detrás de un matorral ese verano. Pantano en mente, navaja en mano, luz reluciente, ningún coetáneo. En su lugar quiso el dinero, pero se fue olvidando al contemplarla. Ahora se quieren, se rozan los cuerpos por vez primera, se dejan llevar por la locura.
Todos tenemos un síndrome de Estocolmo generalizado, a lo bestia, a lo estado. Amamos al que nos domina en el inconsciente colectivo igual que Yolanda anda haciéndolo con Lolo, a las fuentes de poder indeterminadas, a la condición misma de esclavos.
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