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viernes, 17 de febrero de 2012

Los viajes de Gilibert. Capítulo 9. Teoría del conflicto

Extremos de la mano de la ciencia y de lo social, o de lo mismamente humano, dos dualidades cualesquiera con las que encontrarnos.

--Señora, le decía que es que a mí me salen conflictos hasta de debajo de las piedras.

Pero la señora no escucha, porque está concentrada en interpretarle, tan trastocada por el giro de tuercas del esperpento de situación en que se ha visto comprometida, que sólo atiende a su yo embravecido que le brama llevar razón, cómo si pudiéramos cortar razones en pedazos y echarlas en un bolso para contestar al que quiera una respuesta fija, tajante, inamovible cuando así se tercie. Mujer casada, más entrada en años que en carnes, rubia de bote y permanente alzada, falda de abuela. Supermercado en cola, barrio de obreros, hora de cierre, lunes de agosto. Joaquín se esmera en ejercicio de interpretación, observa tranquilo mientras busca respuestas a su yo encolerizado por el prefijo bi en su conocimiento.

--Señora, a mí demen grandes verdades, que yo ya hallaré término medio.

Y así la espera, que la poesía y los trabalenguas siempre son mal recibidos por el razonamiento. Cajera que hace honor a su nombre, haciendo caja y oídos sordos, harta de todos, con ganas de llegar a casa y borrarse el rímel de la cara que la desgasta cada día, le miente ante el espejo por las mañanas y le golpea bien duro cuando se borra la máscara y se le quitan de pronto diez años antes, cuando todavía existía el futuro y estaba más dispuesta a merendarse el mundo.

--Mire, señora, lo único que le puedo decir al respecto es que a mí, por doler, me duele hasta la suela de los zapatos. No quisiera yo llegar a los palíndromos con usted, pero se está poniendo muy pesada y tengo prisa por vivir.

Un hombre en la distancia del pasillo de los congelados no parece interesarse más por la conversación que por la conservación de los alimentos en el hielo, probablemente bien a gustito entre los refrigerios del super después de tanto verano, pues se le ve deshidratado, seco y delgado.

--Lo siento, señora, pero cuando yo me puse a la cola de usted no había más que su cesto. Al menos sobre él yo tengo preferencia.

Acostumbrado a cansar a los cansinos, da por vencida a la señora que mira enrededor en busca de alivio en forma de ser condescendiente y apiadado, frutos de aliños y convencionales. Pero la encultura, ese bicho viviente sin el que no somos más que palabras ininterpretables por aquí está más disuelto que un oso polar en agua y no hay cobijo en el que apoyarse más que el de las verdades de a uno solo, simplificando hasta los extremos, aunque estos puedan llegar a rozarse. El calvo, para más inri, por fin se ha descongelado y dice:

- Señoras y señores, me van a perdonar ustedes, pero no sé si se han dado cuenta de que esta caja ya ha cerrado.

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